LLamadas telefónicas
Los zapatos azules me hacen doler los pies todavía por eso Marina va a traerme a casa. En el camino va a sonar mi teléfono y va a ser para ella. Es Ezequiel, quiere saber, seguramente, por donde anda y ella se olvidó el celular. Yo no sé: el segundo de incertidumbre de una voz familiar que no puedo reconocer me angustia. Preferiría no hacerlo, no tener que formular: “’¿Quién es? Ah… ¿Cómo estás? Si, ya te paso”. Cuando corta, nos hacemos la pregunta de rutina: cómo llega la gente a los teléfonos que necesita. Recorremos una lista corta de nombres: Virginia, mi hermana… no sé me ocurre nadie más. O sí, se me ocurre pero no quiero preguntar. Marina igual lo dice porque sabe que me divierte. Voy apagar el teléfono para siempre digo. Algunas veces fantaseo con estampillarlo contra la pared. Antes, jamás se me hubiera ocurrido volver a casa antes para levantar los mensajes. Con el telefonito sin cables es diferente y cuando suena nunca lo encuentro. Me parece que se escurre a propósito hasta el fondo del bolso y no va a salir nunca de ahí. “A ver, a ver si te interesa tanto como para sacar todas las cosas antes que deje de sonar”. La mayor parte de las veces no me importa, la verdad. Y las veces que lo alcanzo y veo, no quiero atender. Pero hoy sí.
martes, noviembre 25
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3 comentarios:
te quedan tan hermosos esos zapatos, y la peluca..
nadie puede no llamarte con esos zapatos azules, valeria.
A mí también me da ganas de estamparlo contra la pared, o tirarlo al fondo del río, o apagarlo para siempre.
¿Al teléfono o a qué? ¿A quién?
Estamparlo, no. Estampillarlo tampoco. Queda pegado, impreso. Más mejor ignorarlo. Digo yo.
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