domingo, febrero 28

Retrato correctivo para una familia literaria

Ese verano el fuego prendía en cualquier parte. Una lupa necesitaba un sólo rayo de sol para echar a arder un campo entero, para hacer subir el humo repiqueteante que ponía a bailar las chispas en el pasto alto. Fue nuestra última temporada de novios y con Mauro viajamos por ciudades con hoteles, ciudades costeras, de vacaciones. Era el cruce de años que iba del 08 al 09 y se conmemora con su cambio de casas: del jardín de Gurruchaga al fondo con Mardu en voz alta, al departamento nuevo de Ugarteche donde se susurra. En mi mochila viajaron los broches y las piolas con los cuentos de Carson MacCullers, en la de él casi nada más libros –aunque a la distancia solo me acuerdo de los inolvidables. Hasta que lleguemos a La Paloma, todo va a suceder sin sorpresas: la piel al rojo vivo, las biabas saladas con espuma, el viento que trae nubes de mosquitos desesperados –una ola que te revuelca, otra ola que te deja desnudo. Pero ahí vamos a encontrar una librería de saldos que va a cambiar todo. En esa ciudad vamos a comprar todos los libros que podamos: más de los que podamos cargar, mucho más de lo que podamos pagar seguro. Entrecortados por la luz, vamos a caminar por el pueblo cargados y en ojotas, como intérpretes de una coreografía lánguida. Vamos a cambiar los pasajes para volver antes, vamos a ser verdaderamente felices –de hojarasca en hojarasca vamos a llegar de nuevo a Montevideo. Y ahí, cansados del viaje y de nosotros mismos, vamos a encontrar esos libritos sutiles, delicados, llenos de gracia que un año más tarde van a llegar a Buenos Aires. Mauro va a tomar uno, al azar, y me va a leer la primera página en voz alta: el libro se llama Horas Puente, y el principio no puedo trascribirlo porque es un libro que leí y regalé –y que él seguiría, con el tiempo, regalando muchas veces. Yo vi su cara: la descarga: algo parecido al amor y a la electricidad que llegaba hasta la base de la columna. No teníamos dinero y salimos. Después vino el invierno y fue gris, nos separamos y estuvimos muy tristes. Los objetos tomaron un tinte solemne, y cambió el destino de las habitaciones. Cuando llegó de nuevo el verano cayo polen de los árboles y la superficie del agua se cubrió de una película amarilla finísima y liviana. Yo vine a pasar Navidad al campo, y volví a Buenos Aires unos días antes del año nuevo –el 31 a la mañana salíamos para Brasil. Lo llamé a Mauro para despedirme y le pedí que me acompañara a comprar algunos libros para el viaje –fue al año de Ugarteche, antes del cruce del departamentos de Malabia. Mientras caminábamos por la avenida, me dijo que tenía una sorpresa: había llegado la colección de libritos. La editorial se llamaba Hum, y el autor de Horas Puente era Ercole Lissardi. Bueno, en realidad, ese era el seudónimo de un señor gordo que, aún no lo sabíamos, Mauro iba a entrevistar unos meses más tarde. Los libros trazan raros signos de continuidad afectiva entre las personas: Horas Puente era parte de una trilogía donde en un tiempo recuperado yo estaba contagiada de emoción y loca de contenta. Entramos a una librería y Mauro me alcanzó los tres: Horas, Los Secretos y Ulisa –en dos días él los había leído todos. Yo encontré uno más, y lo compré también: cuando salimos de la librería, me dijo que ese no lo tenía, que si en el viaje los iba a leer todos o si se lo prestaba. El 5 de Enero era su cumpleaños, y era la primera vez en varios años que yo iba a estar muy lejos, con esa distancia doble de los que se acostumbran a un nuevo sistema de lealtades. Entonces lo saqué de la bolsa y se lo di. Le dije Feliz Cumpleaños, y nos abrazamos fuerte en la esquina, en puntas de pie como hacíamos siempre.El último cuadro del amor era una danza lenta y nuestra sombra bailaba sin escándalo sobre el asfalto.

1 comentario:

Rafael dijo...

Puta, que buenísima estorieta, Vale. Lo que pasó antes que tuviera notícias de tu existéncia ;-)
Quería leer sobre tu estadía en Brasil...
Besos./

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